sábado, 21 de mayo de 2016

NOVENA EN HONOR A SAN FERNANDO, REY DE ESPAÑA Y CONQUISTADOR DE SEVILLA

Novena compuesta por el Beato Diego José de Cádiz OFM Cap., en el año 1796.
  
DEVOTA NOVENA EN HONOR AL INSIGNE CONQUISTADOR Y GRANDE REY DE ESPAÑA SAN FERNANDO
     
  
A una hora competente, de rodillas delante del Altar, Imagen o Efigie del Santo: se persignará y hará un fervoroso acto de contrición y después se hará la siguiente oración:

Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.

ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Criador y Redentor mio, por ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón de haberos ofendido: propongo firmemente de nunca más pecar, y de apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, y de confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta, y de restituir y satisfacer si algo debiere: ofrézcoos mi vida, obras y trabajos en satisfacción de todos mis pecados; y así como os lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonaréis, por los merecimientos de vuestra preciosísima Sangre, Pasión y Muerte, y me daréis gracia para enmendarme y para perseverar en vuestro santo servicio hasta la muerte. Amén.
  
ORACIÓN PARA TODOS LOS DIAS
Amabilísimo, poderosísimo y benignísimo Creador mío, mi Dios en quien creo, mi Padre a quien amo, y mi Señor en quien espero. Vos sois nuestro único bien, nuestra vida verdadera y nuestra eterna felicidad, la virtud de los Justos, la justicia de los Santos y la santidad de los Escogidos, la perseverancia de los buenos, la bienaventuranza de los que perseveran y la corona de los bienaventurados. Yo, humilde creatura vuestra formada a vuestra imagen y semejanza, os adoro en espíritu y verdad, os alabo con toda la verdad de mi corazón, y os doy gracias por los innumerables beneficios que os habéis dignado hacerme; y por los méritos infinitos de vuestro Unigénito mi Redentor, y los de vuestro amado siervo San Fernando, a quien hicisteis Rey de España y lo dotasteis del espíritu de la Prudencia y del celo militar y religioso para que pelease vuestras batallas contra los enemigos de vuestro augusto Nombre, como hicieron los Santos Josué, Matatías y sus hijos los Macabeos, os suplico me concedáis la imitación de sus virtudes, y el hacerme digno con ellas de su protección y de vuestra misericordia en la vida y en la muerte, para cantarlas después eternamente en el Cielo. Amén.
  
DÍA PRIMERO – 21 DE MAYO
CONSIDERACIÓN: LA HEROICA FE DEL CATÓLICO REY SAN FERNANDO, Y LA INDISPENSABLE NECESIDAD DE ESTA VIRTUD EN TODOS PARA PODER SALVARSE.
 
PUNTO PRIMERO
Considera cómo nada le faltó a la Fe del Santo para ser heroica y admirable: porque ya como fiel cristiano, y ya como Católico Monarca supo ejercitarla con la mayor perfección. Su Fe era aquella fe de Dios que propuso y persuadió el Señor a sus Apóstoles que tuviesen (San Marcos XI, 22), y conservasen siempre en sus almas. Creía todas y cada una de las verdades católicas con tal firmeza, que jamás admitió dudas, ni tuvieron lugar en su corazón las perplejidades, porque cautivó siempre su entendimiento en obsequio de la fe, y de la divina infalible autoridad en que se funda. Los testimonios del Señor, o sus santísimas palabras le fueron como a David extremadamente creíbles (Salmo XCII, 5), y entendiendo por ellas que es muerta aquella fe, a que las buenas obras no acompañan (Santiago II, 10), hizo viva y práctica la suya por el ejercicio de la caridad, por la observancia de los Mandamientos, y por la práctica de todas las virtudes: haciendo manifiesta a todos de esta suerte la grandeza de su fe, conforme a la doctrina del Apóstol Santiago (Santiago I, 18).
  
Entre estas debe principalmente computarse la constancia y fervor con que defendió la Fe, la conservó pura en sus estados, y la propagó cuanto pudo por la España. Conoció que como Rey Católico estaba precisamente obligado a todo esto; y que de nada, o de muy poco le serviría el profesarla como fiel cristiano, si no la sostuviese y defendiese como buen Monarca. Y hecho cargo que para esto, y para el castigo de los malos (Romanos XIII, 4) le era dada la espada de su potestad temporal, puso particularísimo cuidado de que en sus dominios no tuviese entrada la herejía: no se permitiese vivir en ellos a los herejes, y que si por sus errores merecían éstos el último suplicio, no se omitiese el darles su castigo. Por esto persiguió a los Moros, enemigos del nombre cristiano: emprendió muchas expediciones contra ellos, y les hizo cruda pero religiosa guerra en todo tiempo. Sostuvo la Fe dentro y fuera de su Reino, tomó justa venganza de los sacrílegos agravios con que la ofendieron sus adversarios; y no se detuvo en exponer su propia vida a los peligros para defenderla de cuantos con la violencia, con la tiranía, y con las armas la impugnaban. Puede decirse que, si hoy tenemos la Santa Fe en las Españas, se lo debemos en mucha parte a la ferviente Fe del fidelísimo Rey San Fernando. ¡Ah, cuánto es lo que por esto le estamos obligados!
  
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora cuán necesario es a todos el tener y el conservar esta virtud para conseguir la salvación. Lo conocerás así, si te haces cargo que ella es el principio, la raíz, y el fundamento de las demás virtudes cristianas: que ella es por cuyo medio justifica Dios a los Gentiles (Gálatas III, 8), purifica del error sus corazones (Actos XV, 9), y les abrió la puerta para su espiritual eterna felicidad (Actos XIV, 16): y que ella es por la que vive el justo en su justicia (Habacuc II, 4), con la que resiste a las asechanzas del común enemigo (Efesios VI, 16), y la que nos eleva a una dignidad incomprensible por el bautismo (Oseas II, 20). Sin ella es imposible el agradar a Dios, porque es el medio absolutamente necesario para acercarnos a su Majestad, y participar de su gracia (Hebreos X, 26). Los que dejan de creer las divinas verdades, manifiestan la corrupción de su dañado corazón, si oyéndolas no quieren admitirlas, y son dignos de que Dios los abandone en su infidelidad y en su estulticia (Eclesiástico II, 15). Dios es el que así lo dice, y el que para nuestra instrucción y desengaño nos tiene prevenido en su Evangelio, “Que aquel que no creyere será ciertamente condenado” (San Marcos XVI, 16).
 
Es pues necesario tener la virtud santa de la Fe, creyendo cuanto ha revelado Dios a su Iglesia, y ésta nos manda a sus hijos que creamos; pero lo es igualmente el conservarla en toda su pureza sin menoscabo alguno. Para esto nos es preciso huir del trato con aquellas personas que pueden seducirnos con su desacertado modo de conducirse, negándoles aun la salutación o la entrada en casa para evitar el peligro, y para no hacernos reos de la participación de sus errores (II Juan, 10, en Cornelio a Lápide, Sobre II Juan, 10); es indispensable cautelarnos de la lectura de aquellos libros y papeles que contienen malas y perniciosas doctrinas, que en esta materia pueden ocasionarnos algún escándalo grave (San Mateo XVI, 12); y de tal suerte debemos mantenernos firmes en la conservación de esta virtud, que tengamos el ánimo dispuesto a perderlo todo, sin exclusión de la vida, para no perder la Fe (San Jerónimo, en Cornelio a Lápide, Sobre San Mateo X, 16). Examina bien si de verdad tienes y ejercitas esta Fe, llora sus faltas: sigue los ejemplos que te dio de ella San Fernando, y pídele te alcance de Dios el aumento y la perfección de esta necesarísima virtud en tu alma, y resuélvete a cumplir tu obligación en esta parte, “porque si después de haber tenido por la Fe el conocimiento de la verdad, nos separamos voluntariamente de ella, es sumamente difícil nuestro remedio, y nos aguarda un formidable juicio, y un incendio voraz e inextinguible” (Hebreos X, 21)
 
ORACION PARA EL DÍA PRIMERO
Fidelísimo, piísimo y catolicísimo Rey San Fernando, ilustre Macabeo de la Ley de gracia, fortísimo debelador del Imperio mahometano: Invictísimo conquistador de los Reinos Católicos, Columna de la Fe, perseguidor de sus enemigos, y exterminador de los herejes: gloria, honor y felicidad de nuestra España, protector de sus Monarcas, defensor de sus dominios, y conservador de su Religión y de su Fe. Por la altísima perfección con que ejercitasteis esta virtud, y por el espíritu y fervor con que la defendisteis conforme a la voluntad de Dios y a vuestra grande obligación, os suplico que le pidáis nos conceda la conservación de la Santa Fe en este Reino: que en ella imite yo vuestros ejemplos, que me conceda su Majestad lo que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, si fuere de su divino agrado; y que después de una muerte santa le goce para siempre en la eterna bienaventuranza. Amén.
  
Ahora se rezarán tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria en honor de la Santísima Trinidad, pidiendo por la intercesión de San Fernando el remedió de las necesidades de la Santa Iglesia, las de nuestro Católico Reino, las de este Pueblo, y cada uno por el de las suyas propias, y se hará por este orden:
   
COPLAS
Fernando, pues vuestra Espada
Hizo a la España feliz:
Haz, que en ella la raíz
Del error no tenga entrada.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
  
Venciste los enemigos
De Dios y de tu Reinado:
Haz que muertos al pecado,
De Dios vivamos amigos.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
   
Os confió el Rey del Cielo
La defensa de su honor:
Consigue a todos su amor,
Y el imitar vuestro celo.
Padre nuestro, Ave María y Gloria.
 
Antífona. Toda España con fe pía, os implora en su aflicción: No niegues tu protección a quien en ella confía.
  
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San Fernando.
℟. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
  
ORACION FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
Inmortal Rey de los siglos, clementísimo Jesús, Salvador, Redentor y Abogado mío: Cabeza de las Potestades y de los Principados del Cielo: Rey de los Reyes, Señor de los Señores y Dueño absoluto de todo cuanto tiene ser sobre la tierra; Dominador del universo, Justicia, Santificación y Redención de los hombres, Santo de los Santos y Santísimo Santificador de los escogidos, entre los cuales habéis condecorado a vuestro Siervo San Fernando con las sublimes virtudes, prerrogativas y excelencias que a los Santos Reyes David, Josías y Ezequías, reuniendo en él los dones y las gracias de los demás caudillos Santos de vuestro antiguo Pueblo escogido, y lo hallasteis tan a medida de vuestro corazón, que cumplió en todo vuestra santísima Voluntad y llenó enteramente vuestros Soberanos designios: yo os ruego humildemente, que por su intercesión y sus méritos conservéis siempre la Religión y la Piedad en este Reino Católico, preservándolo de la impiedad y del error, que prosperéis a nuestros Católicos Monarcas, con su Real Familia y valeroso ejército; y que a imitación del mismo Santo vivamos en santidad y justicia todos los días de nuestra vida, para que después consigamos veros y gozaros para siempre en el Reino de la gloria. Amén.
  
Concluyase con una Salve a María Santísima nuestra Señora en sufragio de las Benditas Animas del Purgatorio, consuelo de los Agonizantes, y para que nos asista a todos en la hora de la muerte.
  
Antífona: Este hombre, menospreciando el mundo y todas las cosas de la tierra, ha triunfado y ha establecido un tesoro en el Cielo con sus hechos y palabras.
   
℣. El Señor conduce al justo por rectos caminos.
℟. Y le muestra el Reino de Dios.
  
ORACIÓN
Oh Dios, que concediste al bienaventurado Fernando, tu confesor, que pelease tus batallas y que venciese a los enemigos de tu fe, concédenos por su intercesión la victoria de nuestros enemigos corporales y espirituales. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
   
DIA SEGUNDO - 22 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
   
CONSIDERACIÓN: LA HEROICA Y FIRMÍSIMA ESPERANZA DEL REY SAN FERNANDO, Y EL MODO CON QUE HA DE EJERCITAR EL CRISTIANO ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARSE.
  
PUNTO PRIMERO
Considera pues, cómo en el Santo Rey se vio la heroicidad de su sobrenatural Esperanza, no menos en la humilde desconfianza de sí mismo en todos los asuntos que le ocurrían, que en la solidísima confianza con que esperaba de Dios el éxito más acertado de todos ellos. Conocía que con todos sus talentos naturales no tenía todo lo que necesitaba como Rey para el acertado gobierno de su Reino y de sus Vasallos. Sabía que en las guerras y las campañas nada valen ni pueden los ejércitos más numerosos, aguerridos y bien disciplinados, si no les da Dios el valor para pelear y el socorro para vencer. Y estaba convencido de que sus propias humanas fuerzas no eran suficientes para la ardua empresa de vencer a sus espirituales enemigos, ni para la grande obra de santificar su alma con la práctica de las virtudes sobrenaturales y cristianas. Por esto, desconfiando siempre de sí mismo, buscaba en Dios la luz para conocer, y el auxilio para resolver y para obrar en todo con el acierto que apetecía. Desde luego que entró a gobernar sus estados fue su primera diligencia pedir a Dios, como lo pidió Salomón, que le diese un corazón llene de sabiduría para discernir entre lo bueno y lo malo, y para juzgar con equidad y con rectitud, y en efecto lo consiguió. En sus batallas peleaba más con oraciones, penitencias y virtudes, que con armas, municiones y soldados para conseguir del Cielo las victorias, victorias que nunca presumió alcanzar por su valor o por su industria. Y para santificarse con la mortificación de sus pasiones, con la observancia de la Divina Ley, y con la práctica más exacta de sus estrechas obligaciones, pedía incesantemente al Señor le auxiliase con su gracia, porque estaba cierto de que con ella todo lo podía, y que si le faltaba no era capaz de tener un buen pensamiento santo sobrenatural y meritorio de eterna recompensa. Por esto solo Dios era, y en Él únicamente tenía puesta este gran Rey toda su esperanza (Salmo XX, 8). De Él, y no de las criaturas, esperaba todos los bienes espirituales y temporales, porque no ignoraba “que era mejor, y aún necesario esperar más en Dios, que en los Príncipes o Poderosos del mundo” (Salmo CXIX, 9), ya porque estos sin Aquel es nada lo que pueden, y ya porque lo heroico de su esperanza no le permitía confiar en otro que en su divino liberalísimo bienhechor, a quien con todo su corazón amaba.
  
Es verdad que en las empresas y negocios que respectivamente se le ofrecían, tanto en los tiempos de guerra, como en los de paz, no omitía medio ni diligencia alguna de aquellas que a él por su obligación le correspondían, así para no tentar a Dios buscando milagros sin necesidad, como para no caer en la temeridad de emprender hazañas que o le eran indebidas, o improporcionadas sus fuerzas para ellas. Pero hecho esto, de tal suerte ponía en Dios su confianza, que como si él nada hubiese puesto de su parte, así esperaba de solo Él todo el éxito favorable de aquel negocio. Heroicidad que aún en esta vida fue remunerada con tantas victorias cuantas fueron sus batallas, y que lo es ahora en el Cielo con inmortales premios. Porque “como en solo Dios puso su Esperanza, él Señor lo libertó de sus enemigos, lo protegió con su diestra soberana, estuvo con él en la tribulación, lo sacó de ella sin daño, y lo glorificó después en el Cielo” (Salmo XC, 14 y ss.). Parece que como a su Siervo David hizo Dios muy singular a este Santo en la esperanza (Salmo IV, 10).
  
PUNTO SEGUNDO
Considera, alma, que esta virtud así en la substancia como en el modo nos es a todos precisa para poder salvarnos. Por ella somos obligados a esperar de Dios todos los bienes, pero singularmente los espirituales de la gracia, y sus frutos, y los eternos de la gloria y sus premios. Somos obligados a poner de nuestra parte los medios conducentes para nuestra santificación y salvación; y lo somos a pedir al Señor con humilde y fervorosa oración, que perdone nuestras culpas, y nos conceda los soberanos auxilios de su gracia así en la vida como en la muerte, para que en tiempo y eternidad seamos siempre suyos y en todo le agrademos. La Esperanza nos propone el último fin para que hemos sido criados, y nos enseña igualmente la indispensable necesidad de ocuparnos en todo aquello que para su consecución es necesario, quitando primero los impedimentos que retardan o imposibilitan su logro. Estos son los pecados, la ingratitud a los divinos beneficios, y el desprecio o el mal uso de la gracia: males que si no enmendamos como es debido, será inútil y quedará frustrada nuestra Esperanza.
   
Ésta debe ser viva por la gracia de Dios y por las buenas obras (Salmo XXXVI, 3), para que sea digna de la inmortalidad y los premios que sigue a la de los justos (Sabiduría III, 4): porque la que es muerta por la culpa, no solo es inútil y del todo vana (Eclesiástico XXXIV, 1), mientras que esta con la penitencia no se enmienda; si no que perecerá con ella el pecador (Proverbios X, 28), y muerto él, no tendrá premio alguno que esperar (Proverbios XI, 7). Ha de ser también humilde, que no presuma de sí el alma, creyendo que sin la gracia puede hacer algún acto sobrenatural de virtud digno de la eterna recompensa: o que sin el auxilio de Dios puede enmendar su mala vida y justificarse; o que siendo pecador puede salvarse, o perdonarle Dios, no haciendo primero penitencia suficiente de sus culpas. Y debe ser por último firme y nada vacilante, de modo que nunca demos entrada en nuestro corazón a la desconfianza, a los malos temores, ni a la desesperación y el despecho, por muchos y graves que sean nuestros pecados, o por fuertes que sean las sugestiones de nuestro común enemigo. Porque siendo esta virtud una de las más precisas para salvarnos, es necesario que, así como el Labrador espera con paciencia el precioso fruto de la tierra que ha cultivado con su trabajo (Santiago V, 7), así nosotros trabajemos por santificar nuestros corazones con el amor a nuestro Señor Jesucristo, con su santo temor, y con el testimonio de nuestra buena conciencia, para que testifiquemos de este modo la cualidad de nuestra Esperanza (I Pedro III, 15 y ss). Esfuérzate al ejercicio de esta Esperanza viva y santa, duélete de tus ignorancias y omisiones en ella, proponte en su práctica al alto ejemplo del Santo Rey Fernando, y ruégale que te consiga del Señor que la poseas en el grado más perfecto. Si nos falta esta Esperanza, el fuego de la ira justísima de Dios se encenderá contra nosotros, como en otro tiempo se encendió contra Israel, porque ni le creyeron, ni pusieron su esperanza en el Señor (Salmo LXXVII, 21 y ss).
 
ORACIÓN PARA EL DÍA SEGUNDO
Fervorosísimo, Virtuosísimo, y Ejemplarísimo protector mío San Fernando, vaso preciosísimo del oro más acendrado de la verdadera santidad, esmaltado de las más preciosas piedras de todas las Virtudes. Oliva fértil y fecundísima de frutos espirituales en la casa de Dios su Santa Iglesia. Palma de elevada perfección, que floreció en la presencia del Señor, y se multiplicó en méritos como los místicos Cedros del Líbano las almas justas. Vos fuisteis el que poniendo vuestra afición y vuestra esperanza en los tesoros del Cielo, despreciasteis generoso los de la tierra, por conformaros con la doctrina de vuestro Redentor. Vos fuisteis el que en vuestras empresas militares nada intentabais que no fuese ordenado al honor del Dios y Señor de los Ejércitos. Y vos el que atento siempre a vuestro último fin, trabajasteis de continuo en el ejercicio de las buenas obras, para haceros digno de la corona de justicia, que se prepara en el Cielo para los escogidos. Yo os suplico humildemente, que por el mérito de vuestra heroica Esperanza me alcancéis del Señor el perdón de mis pecados por medio de una verdadera penitencia: el imitar vuestras virtudes, y junto con el favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, el que principalmente espero de su misericordia, que es verle y gozarle eternamente en el Cielo. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
 
DÍA TERCERO - 23 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
     
CONSIDERACIÓN: LA HEROICA CARIDAD DE SAN FERNANDO, Y CUÁN NECESARIA NOS ES A TODOS ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARNOS.
  
PUNTO PRIMERO
Considera pues, que así como la Caridad es entre las virtudes la mayor, la más excelente y principal de todas (I Corintios XIII, 13); también fue la que entre las demás sobresalió en el Santo Rey, tanto la que tiene por principal objeto a Dios, como la que por su amor se ordena al próximo. Su caridad para con Dios fue tanta, que puede decirse de él lo que del Santo Rey David dice el Espíritu Santo: “Que en todas sus obras confesó y dio gloria al nombre excelso del Señor: que amó á Dios con toda la fuerza de su corazón, y que le alabó siempre con la verdad toda de su alma” (Eclesiástico XLVII, 9). De su amor a Dios dimanaba el sumo cuidado con que vivía de no ofenderle, y de evitar que otros en su Reino le ofendiesen; el esmero que ponía en observar todos y cada uno de los preceptos de su santísima Ley, y que sus Tropas y Vasallos puntualmente los guardasen; y el conato que siempre puso en agradarle, en hacer cuanto conocía que fuese de su divino beneplácito, y en no separarse en cosa alguna de su santísima voluntad luego que ésta se le manifestaba. En suma, su amor a Dios fue tan intenso, continuo, fervoroso, activo, eficaz, ardiente y perseverante, que después de santificar las obras y los días de su vida, hizo preciosa y santa su muerte en la presencia del Señor, y lo trasladó a los Palacios del Cielo a continuar allí su ejercicio en toda su perfección, por la interminable duración de siglos perdurables.
 
Pasa de aquí a considerar su caridad con el prójimo, y le verás fiel imitador de la de nuestro ejemplar y Maestro Jesucristo. Su amor a los prójimos, que fue interior, verdadero y grande, le hacía perdonar las injurias, amar a sus enemigos, beneficiar a sus perseguidores, socorrer al necesitado, consolar a la viuda, amparar a los huérfanos, defender al oprimido, remediar al necesitado, visitar al enfermo, rescatar al cautivo, compadecerse del afligido, acordarse del preso, y usar con todos de clemencia y de misericordia, sin excluir de ella al Moro, al Hereje, ni al mal Cristiano. Porque en todos miraba la imagen de Dios, atendía a sus respectivas necesidades, y se consideraba a sí propio, de que resultaba amarlos y favorecerlos con entrañas de verdadero Padre. Sus Vasallos eran para él como otros tantos hijos que tiraban de su amor, y le obligaban a vivir desvelado sobre el cristiano arreglo de sus costumbres, y en continua solicitud de su espiritual y temporal felicidad. Anteponía a la suya propia la utilidad de todos ellos, y gobernándolos más con el amor y con el buen ejemplo que con el poder y la Majestad, logró este amado de Dios y de los hombres, que su Reino fuese prosperado de Dios con la abundancia, con la salud y con todo género de bienes, como el de Israel en tiempo de Salomón (III Reyes IV, 25). Su misericordia en fin, cuyas obras sobrepujaron a las demás acciones grandes de su vida (Salmo CXLIV, 9), no solo le hicieron digno de las eternas Misericordias, mas también de que sus limosnas se refieran con alabanza en la Iglesia de los Santos (Eclesiástico XXXI, 11).
  
PUNTO SEGUNDO
Considera que la Caridad no sólo es la mayor y más principal de las Virtudes, sino también la más necesaria y esencial de todas para conseguir el Cielo. Ella es la que da el mérito, la vida y el ser sobrenatural a todas las otras en tanto grado, que sin ella son obras muertas sus actos, improporcionadas e incapaces de merecernos la vida eterna, aunque se unan todas en el hombre. Ella es la que nos justifica, nos hace amigos de Dios, sus hijos, y sus herederos. Y ella la que nos abre las puertas del Reino de la Gloria, nos introduce en ella y nos da la posesión de aquella inamisible felicidad. Por el contrario, faltándonos la Caridad no podemos contar ni aún con uno solo de estos bienes: por el contrario, seremos sí enemigos de Dios, abominables a sus criaturas, indignos de la vida, reos de eterna muerte, esclavos de Lucifer, participantes de su maldad y merecedores de sus horribles suplicios. La Caridad para con Dios se pierde con cualquier pecado mortal, y es tan fatal esta desgracia, que todo el poder de las criaturas del Cielo y de la Tierra no es suficiente para repararla, o para que volvamos a recobrar lo que perdimos. ¡Terrible, pero indubitable fatalidad! Solo Dios, cuya amistad perdimos con la culpa, puede con los auxilios de su gracia restituirnos a ella cooperando nosotros, y aprovechándonos de tanto beneficio; mas para esto es necesario que temiéndole para no volver a ofenderle, tratemos de amarle sobre todas las cosas, para desagraviarle de la injuria que le hicimos con el pecado, y para que nos devuelva los bienes que con él perdimos.
  
La Caridad para con el prójimo no nos es menos necesaria; porque siendo semejante el precepto de ésta al que tenemos de aquélla (San Mateo XXII, 39), e inseparables entre sí estos dos actos, es forzoso conocer que así como sin el amor a Dios no podemos salvarnos, así tampoco podremos sin el amor a nuestros prójimos. Sus necesidades debemos mirarlas como propias, ya para compadecernos de los que las padecen, ya para remediarlas en el modo que pudiéremos: las temporales con los bienes de fortuna, y las espirituales con la oración, con la enseñanza y con el buen consejo. Sus culpas han de hacernos prevenidos, cautelosos y avisados, para no incurrir en igual yerro. Y sus faltas hemos de sigilarlas y ocultarlas, para que su honor no padezca detrimento. Esta caridad ha de extenderse a todos, pero ha de ser singular con los que nos aborrecen, ofenden o persiguen, perdonándolos, amándolos y haciéndoles el bien posible: correspondiendo con amor a su odio, con beneficios a sus malos tratamientos, y a sus maldiciones e injurias con oraciones y bendiciones. Así ha de ser si queremos no hallar a Dios inexorable en el Día del Juicio. Porque Él mismo nos tiene prevenido que “si no perdonamos de corazón al que contra nosotros ha pecado, tampoco nos perdonará su Majestad las culpas con que le hubiéremos ofendido” (San Mateo VI, 15). Conoce tus faltas de caridad para con Dios y con tus prójimos: duélete muy de corazón de todas ellas, pide a su Majestad te las perdone, y toma desde ahora con empeño el imitar en esta virtud a San Fernando, pidiéndole al mismo tiempo, que para ello sea tu intercesor y tu abogado con el Señor.
  
ORACIÓN PARA EL DÍA TERCERO
Santísimo, observantísimo y justificadísimo consolador mío San Fernando: incendio de amor, fuego de dilección y horno encendido de verdadera Caridad con Dios y con vuestros próximos. Nuevo Tobías en la misericordia con los necesitados, así vivos como difuntos. Segundo David en el amor a los enemigos, y en la facilidad de perdonar sus injurias. Ilustrado Salomón, amado de Dios y de los hombres, por la dulzura y clemencia de vuestro corazón para con todos. Yo os suplico por la ardentísima caridad con que amasteis a vuestro Criador, hasta el alto grado de exponer muchas veces vuestra vida por su honor; y por la ternura y verdad de vuestro amor a los prójimos, que me alcancéis de su divina Majestad el especial favor que pretendo en esta Novena, si fuese de su mayor agrado; pero singularmente la imitación de todas y cada una de vuestras virtudes, el amarle con todo mi corazón en la vida y en la muerte, para después verle y gozarle para siempre en la Bienaventuranza. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA CUARTO - 24 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
     
CONSIDERACIÓN - EL HEROICO GRADO DE PERFECCIÓN A QUE LLEGÓ SAN FERNANDO EN LA PRÁCTICA DE LA RELIGIÓN, Y CUÁN NECESARIA ES ESTA VIRTUD A TODOS PARA PODER SALVARSE.
 
PUNTO PRIMERO
Considera pues, que la Religión fue aquella excelente virtud en que sobresalió maravillosamente San Fernando, y de cuyos sobrenaturales actos nos dejó más singulares ejemplos: Su oración continua y fervorosa, su devoción constante y permanente, su veneración rendidísima y de todo corazon a las cosas sagradas. Adoraba a Dios en espíritu y verdad en todo lugar y en todo tiempo, pero singularmente en sus Iglesias y en sus Templos. En ellos se dejaba ver su religiosísima piedad, como emulando la de Moisés en el Monte Sinaí, la de David en la presencia del Arca Santa, y la de Salomón en el Templo de Jerusalén. El culto del Señor era su primer cuidado, y que éste se le tributase con todo el aparato, magnificencia y religiosidad posible, como a supremo, único y absoluto Dueño, hacedor y conservador de todo lo creado. En la conquista de los Pueblos y Ciudades que recuperaba de los Moros fue siempre su primera diligencia restablecer la Religión Católica, edificar y consagrar Iglesias, Monasterios y Catedrales, dotándolas con real y generosa liberalidad, para que en ellas fuese Dios alabado por su Ministros, y servido y adorado de sus criaturas. Su Religiosidad en nada le fue inferior en esta parte a la del insigne Judas Macabeo en la purificación, renovación y nueva dedicación del Templo Santo (I Macabeos IV, 41 y ss.).
  
Efecto era todo esto de su ferviente devoción al Divinísimo y Santísimo Sacramento del Altar, a María Santísima nuestra Señora, y a los Ángeles y Santos, sus tutelares y Patronos. Jamás se vio saciado su corazón en los obsequios y cultos de nuestro Señor Sacramentado. Si le había de recibir en la Sagrada Comunión, se preparaba primero probándose a sí mismo, y purificando con el mayor esmero su conciencia: hacia fervorosísimos actos de fe, de amor y de humildad, y se detenía después largos ratos para tributarle las debidas gracias. Cuando se le administró por Viático en su última enfermedad, le recibió postrado sobre la tierra con una soga al cuello, y derramando gran copia de lágrimas. A sus Templos, Ministros y Sacerdotes los veneraba con el más profundo respeto y atención. Su amor a la Santísima Virgen y Madre de Dios fue siempre extremado y oficiosísimo. Llevaba continuamente consigo su Sagrada Imagen en las campañas, le encomendaba todas sus empresas, y confiado que el buen éxito de ellas y sus gloriosas victorias las debía a su intercesión y patrocinio, le erigía Altares, le dedicaba Templos, le tributaba los más religiosos obsequios, y hacía que los demás en ello le imitasen. Tan tierna, tan cordial y tan constante fue su devoción a María Santísima nuestra Señora, que mereció le hablase a la continuación de sus religiosísimas conquistas, y le asegurase su soberana protección, y de que con Ella vencería. Tuvo particular devoción a algunos Santos, y recibió de ellos muy señalados favores y extraordinarios beneficios. Dios le honró, y le hizo glorioso y grande en el mundo, y después ahora en el Cielo, conforme a su divina promesa, porque glorificó al Señor de cuantos modos pudo y debía (I Reyes II, 30).
  
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora con la debida atención, cuán necesaria es la Religión a todos, y su ejercicio para poder salvarse. Jamás hubo en el mundo Nación alguna, por bárbara que fuese, que no haya conocido la necesidad de tener algún Dios y de adorarle; y es preciso ser más estólidos que las bestias para tropezar en el error contrario. Es verdad que han desatinado mucho los hombres en adorar por su Dios a las criaturas, o a las mismas obras de sus manos, o en multiplicar el número de los Dioses con error el más craso y execrable; pero también lo es que este mal en ningún tiempo ha merecido disculpa en el hombre, porque éste fue criado a la imagen y semejanza de su Criador para que le conociese, le confesase, le sirviese y le adorase a Él solo como a su primer principio y su último fin. Y ahora lo sería mucho menos, si alguno o no creyese en un solo Dios Todopoderoso, o le negase todo aquel culto, temor, fe, amor y obediencia que en la Religión Católica que profesa nos enseña a todos sus hijos la Santa Madre Iglesia; porque ya se halla suficientemente promulgado el Evangelio por todo el mundo. Esta Religión divina, sobrenatural y santa es el medio único, preciso y del todo necesario para salvarnos, y es de fe que FUERA DE ELLA TODOS INDEFECTIBLEMENTE PERECEN PARA SIEMPRE, del mismo modo que de cuantos vivientes quedaron fuera del Arca de Noé cuando el Diluvio ninguno dejó de perecer entre sus aguas (I Pedro III, 20).
   
Mas aunque profeses como Católico esta Religión inmaculada y Santa, no debes en manera alguna persuadirte que tienes la salvación segura, mientras que en su práctica no fuere tu conducta la que ella misma te enseña. Dios, que es su verdadero Autor nos dice, y aun con divino precepto nos manda, que el adorarle ha de ser en espíritu y verdad (San Juan IV, 24). No basta que con los actos exteriores le adoremos, es necesario que cuando le alabamos con las palabras, lo haga el corazón también con sus afectos. La Fe, la Humildad, la Esperanza, el Temor, la Devoción, el Amor, y otras virtudes interiores y del alma, es el espíritu con que habremos de darle al Señor el culto y la adoración que le debemos. Pero sin persuadirnos que esto solo es bastante; porque como Criador y Dueño también de nuestro cuerpo y de todas nuestras cosas, es justo y preciso que le demos un culto exterior y manifiesto con la Oración, el Sacrificio, la confesión de su Fe, el uso de los Santos Sacramentos, el respeto en sus Templos, la veneración a sus Santos, la obediencia a sus Sacerdotes, el respeto a las cosas Sagradas, y todo lo demás que la Santa Madre Iglesia en sus respetables Leyes nos ordena: así adoraremos al Señor en verdad, si con toda la de nuestro corazón lo practicásemos. No haciéndolo así, no podremos salvarnos, porque es de fe, “que perecerán todos los que se alejan de Dios, y perderá su Majestad a cuantos dejando su culto abracen otra Religión” (Salmo LXXII, 26). Éntrate un poco dentro de ti mismo: mira el uso que has hecho de la Religión Santa que se te dio en el Bautismo, arrepiéntete de tus inobservancias y defectos, forma eficaces propósitos de imitar en ella a San Fernando, y ruégale te alcance del Señor el ejercicio más perfecto de esta virtud.
   
ORACIÓN PARA EL DÍA CUARTO
Religiosísimo, piísimo, y devotísimo favorecedor mío San Fernando, norma, dechado y modelo de la devoción y de la mayor religiosidad. Vivo ejemplar del culto con que Dios y sus Santos han de ser respectivamente venerados. Animado ejemplo de la alta veneración con que han de ser respetados los Templos, los Sacerdotes y las cosas que están consagradas al Señor. Vos sois a quien en mucha parte debe la España su Fe, el Pueblo su Religión, y el Estado su felicidad. Vos sois a quien debieron los Templos su decoro, los Divinos oficios su Majestad, y la Piedad sus incrementos. Y vos por quien muchos justos llegaron a la perfección, muchos pecadores a la penitencia, y a obtener su salvación innumerables almas. Por estas excelencias y méritos de vuestra heroica Religión, os ruego humildemente me consigáis del Señor el especial favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, si fuere voluntad suya concedérmelo; y principalmente, que viva yo siempre en su amistad y gracia, cumpliendo fielmente su santísima Ley, para que adorándole en espíritu y verdad en la vida y en la muerte, pase después a verle y alabarle eternamente en el Cielo. Amén.
 
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA QUINTO - 25 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
     
CONSIDERACIÓN - EL PRUDENTÍSIMO Y CRISTIANO CELO DE SAN FERNANDO, Y EL MODO CON QUE LE CORRESPONDE AL CRISTIANO EJERCITAR ESTA VIRTUD PARA PODER SALVARSE.
  
PUNTO PRIMERO
Considera pues cuán heroico fue el celo del Santo Rey por el honor de Dios y por el bien de sus Vasallos. Es el verdadero celo causado del amor (Santo Tomás, Suma Teológica, I-II, cuestión 28, art. 4), y por esta razón no podía dejar de ser ferviente y grande el celo de San Fernando, porque lo era su caridad para con Dios y con los hombres. Los pecados de éstos le afligían sobre todo encarecimiento, porque eran ofensas a su amabilísimo Creador. Los errores de los herejes, las supersticiones de la falsa secta mahometana, la obstinación de los judíos y la casi universal relajación de los Cristianos le contristaban de tal suerte, que deseaba dar su vida por lograr exterminarlos. Los muchos Templos, Ciudades y Provincias de España que miraba bajo el tirano dominio de los Moros, desterrados de ellos los Sagrados Ritos de la Religión Católica e instalados en su lugar los de Mahoma le lastimaban tanto, que encendido en santo celo del honor de Dios emprendió la conquista de los mismos reinos, y no soltar las armas de las manos, hasta haber arrojado de ellos a los bárbaros enemigos de la Religión Cristiana. Su celo en esta parte fue muy parecido al de los Santos Macabeos, que expusieron sus haciendas, sus personas y sus vidas con la de todos los suyos por conservar la Religión en toda su pureza, y por acabar con los que injustamente la mofaban y perseguían; y no fue inferior al de Moisés en el castigo de los que adoraron el Becerro de oro, ni al de Elías contra los engañosos profetas de Baal.
  
No ignoraba que la verdadera felicidad de un Pueblo y de toda una Monarquía consiste principalmente en la unidad y verdad de la Religión, porque este es aquel bien incomparable de que todos los demás bienes nos dimanan; y celoso de que no careciesen de éste sus Vasallos, se valió de todos los medios, y no omitió diligencia alguna de cuantas hay posibles para que de él no careciesen. De aquí su esmero en purificar su Reino de todo error contra la Fe, haciendo castigar a sus autores o profesores, hasta llevar él mismo sobre sus Reales hombros la leña con que habían de ser quemados los que eran sentenciados a padecer este suplicio. Después del cuidado de santificarse a sí mismo, que es una muy esencial parte del fuego verdadero, corroboró la Piedad en sus Estados, fomentó en ellos la virtud, y consiguió que, siendo menos los pecados, fuesen más los que se dedicasen a seguirla. A ejemplo de San Pablo, se abrasaba en santo celo, cuando sabía los escándalos de su Pueblo, y no descansaba hasta verlo remediado (II Corintios XI, 29). Y por último, como otro Josías, Rey Santo, parece haber sido enviado por Dios para la reforma de su Monarquía, y para destruir todas las abominaciones de la impiedad (Eclesiástico XLIX, 3), los abusos, los desórdenes, las malas doctrinas, y todo lo que podía ser fomento de ofensa contra Dios y de la corrupción de las costumbres. Su celo fue sin duda sabio, santo y perfectísimo.
  
PUNTO SEGUNDO
Considera tú ahora, oh alma, que el celo necesario del cristiano en particular para salvarse, consiste más principalmente en el dolor de que sea Dios ofendido, y en el cuidado de no hacer él lo que juzga que en los demás es reprensible. Aquel que por su estado o por su empleo tiene a su cargo la corrección o el castigo de las culpas ajenas, debe celar el honor de Dios con el prudente y oportuno castigo de los que las cometen, no solo para la enmienda de estos, sino también para escarmiento de los otros. Mas los que carecen de aquellas facultades, deben dolerse y apesadumbrarse de la injuria que se le hace a Dios con el pecado, y del gravísimo mal que a quien lo comete le resulta (San Agustín, en San Buenaventura, Aljaba de centellas, libro IV, cap. XXXVI). Si viendo profanar el Templo Santo de Dios no se conmueven tus entrañas con el horror de esta maldad (Salmo XLVIII, 10), clara señal es que no tienes esta virtud. Si oyendo blasfemar el Nombre augustísimo del Señor, si viendo quebrantar sus divinos Mandamientos, y si mirando atropellada su santísima Ley por los pecadores no se aflige tu corazón, ni haces algo en desagravio suyo, ten por cierto que no tienes celo alguno. Y por último, si el escándalo del prójimo, si la obstinación de los viciosos por la perniciosa paz con que viven en sus excesos, y si la mala muerte y la eterna perdición de los pecadores no te ocasiona dolor, ni te excita en modo alguno al deseo de su enmienda (San Gregorio Magno, Sobre Ezequiel, Libro I,  Homilía 12), créete que ni tienes caridad ni tienes celo. ¡Ay de ti si todas estas cosas las miras con indiferencia!
  
Pero entre todos estos efectos aun es más preciso, y como inseparable del verdadero celo la enmienda y corrección de los defectos propios. Acuérdate aquí de la admirable doctrina de nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio, cuando después de reprender la imprudencia de nuestro celo cuando queremos corregir ajenas culpas, sin conocer y enmendar las nuestras, nos manda que quitemos de nuestros ojos (o de nuestra conciencia), la viga o el pecado que la ofusca, si queremos advertir y separar de la de nuestro hermano la pequeña paja de un ligero defecto (San Mateo VII, 5) en que ha incurrido. Es necesario que seamos irreprensibles en lo que reprendemos a otros, y que no nos acuse nuestra conciencia de lo que en el prójimo nos desagrada. De lo contrario faltaremos a una parte muy principal de nuestras obligaciones, careceremos del celo necesario y nos haremos acreedores a que aleje el Señor su celo de nosotros (Ezequiel XVI, 42), esto es, que nos deje vivir impunemente en nuestros pecados. ¡Que infelices seremos si esto llegare a sucedernos! Repara ahora bien cuál ha sido, y cuál es tu celo por el honor de Dios y por el verdadero bien de tus prójimos, y luego que conozcas tus omisiones y tus faltas, llóralas con la firme resolución de enmendarte de ellas en el resto de tu vida. Sigue fielmente el ejemplo de San Fernando, y no ceses de pedirle que te alcance de su Majestad un celo como el suyo, un celo en todo santo.
 
ORACIÓN PARA EL DÍA QUINTO
Celosísimo, vigilantísimo, y observantísimo celador del honor de Dios y de su Santa Ley, glorioso remediador mío San Fernando. Mística llama de fuego que consume con su celo a los enemigos del Señor, nuevo Josías de la Ley de Gracia, que destruye la impiedad, restablece la virtud y arregla las costumbres de su Pueblo. Segundo Esdras celosísimo contra los abusos de su gente, contra el escándalo de los poderosos y contra la irreligión de los impíos, para todo lo cual erais movido del espíritu de Dios, como los Santos Elías, Nehemías, y Matatías. Yo os doy mil enhorabuenas por la gloria que ahora gozáis en premio de vuestro ardiente y constante celo, y os suplico por la altísima perfección con que la ejercitasteis, que me alcancéis del Señor el dolerme de sus ofensas, llorando mis culpas y las ajenas, y que a imitación vuestra me consuma su santo celo las entrañas, para que después de servirle fielmente en la vida, y de lograr el favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, consiga el morir en su gracia, y el alabarle el Cielo por todos los siglos de los siglos. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA SEXTO - 26 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
 
CONSIDERACIÓN - LA PRUDENCIA HEROICA Y CRISTIANA DE SAN FERNANDO, Y EN LO QUE CONSISTE LA QUE PARA SALVARNOS NECESITAMOS LOS CATÓLICOS.
  
PUNTO PRIMERO
Considera que la Prudencia del Santo Rey se dio siempre a conocer tanto en el acertado gobierno de su Monarquía, como en el ejemplar arreglo de su vida y conducta personal. Fue ciertamente más que humana su Prudencia, porque desconfiando siempre de sí mismo, nunca se pagaba de su propio dictamen (Proverbios III, 5), ni jamás hacía ni determinaba cosa alguna sin el consejo y parecer de los hombres sabios (Eclesiástico XXX, 24). Tenía para esto un cierto número de varones insignes, escogidos y señalados en virtud, prudencia y letras (I Paralipómenos XXVII, 22), con los cuales consultaba todos los negocios que le ocurrían en su Reino, y resolvía lo que ellos le aconsejaban. Su objeto en el gobierno de sus Estados fue siempre la mayor gloria de Dios y la verdadera utilidad de sus Vasallos. Amábalos como a hijos, y considerándose con los cargos y deberes de un Padre verdadero, confería los modos, pesaba mucho los medios, resolvía con madura reflexión y con el mayor acierto lo que era más oportuno y conveniente para el bien de todos en común, y de cada uno en particular. Dios, que era el objeto principal de sus intenciones, le concedió para este fin como al sapientísimo Salomón una comprensión y prudencia abundantísima, junto con una grandeza y magnanimidad de corazón (III Reyes IV, 29), cual él desde sus principios la había pedido y deseado. Por esto sin duda fue tan prosperado en todo, que ni en sus campañas ni en el comando de su Monarquía se vio jamás el desorden, la confusión ni el desastre, y sí por el contrario la abundancia, la prosperidad y el mejor orden.
  
Al que en un grado tan heroico poseía la Prudencia gubernativa, política y económica no le podía faltar la personal. Esta, que es la ciencia de los Santos (Proverbios IX, 10), consiste en saber ordenar su vida por el orden de la voluntad de Dios, anteponiendo ésta a los respetos humanos, a los intereses propios, y a cuanto de él puede separarlo (San Juan Crisóstomo, en Cornelio a Lápide, sobre Proverbios IX, 10). El temor santo de Dios profundamente arraigado en su alma: la Ley adorable del Señor, que llevaba grabada siempre en su corazón, y el sumo cuidado de observar con la mayor perfección todas y cada una de sus peculiares obligaciones, eran como efectos de la Prudencia sobrenatural y del Celo con que en todo se conducía. Aquel buen orden que en todas las cosas observaba, aquel darle a cada una en su estimación y en su práctica el lugar y la graduación que le correspondía; y aquel hacerlas en el tiempo oportuno, y del modo conveniente para su debida perfección, señal clara es de su Prudencia más que de hombre. Y por último, el haber practicado todas las virtudes en aquel grado de perfección, a que lo proporcionó la gracia, y a que los designios de Dios sobre él lo destinaban para levantarlo a una santidad heroica, nos persuade que él supo conocer en lo que consiste la prudencia y la virtud, para poseer la verdadera luz de los ojos y la paz (Baruc III, 14).
  
PUNTO SEGUNDO
Considera después de esto cuán necesaria nos es la verdadera Prudencia para poder salvarnos. Para esto has de hacerte cargo que hay prudencia de la carne, y prudencia del espíritu. La prudencia de la carne es muerte para el alma, mas la prudencia del espíritu es vida y paz (Romanos VIII, 6). Aquellos dictámenes, opiniones y modos de pensar que se conforman con nuestras malas inclinaciones, que son dictados o admitidos por el amor propio, y que nos hacen atender a la razón de estado, a los respetos humanos y a los propios temporales intereses: efectos y actos son de la prudencia de la carne. Aquella precisión en que nos imaginamos de tolerar o de contribuir a una conversación nada religiosa, poco decente, y destructiva de la caridad fraterna: de concurrir al teatro, no negarnos al baile, y de presentarnos en la diversión, o en los paseos públicos, porque lo hacen los demás que son de nuestra propia graduación y esfera, no nacen de otro principio que de la prudencia de la carne. Y lo mismo aquella conducta de vida en que se quieren combinar las leyes de Dios con las del mundo, las tinieblas con la luz, y a Cristo con Belial. Los que así viven son tenidos por prudentes, y juzgan ellos que lo son, con desprecio de los que hacen o aconsejan lo contrario. Pero deben tener presente que dice el Espíritu Santo, que son infelices los que en su propia estimación se tienen por prudentes (Isaías V, 1).
   
Por el contrario, la prudencia del espíritu inspira horror a los pecados, el temor a los peligros y la fuga de las ocasiones; hace aborrecer el mundo y sus pasajeros entretenimientos, la carne y sus aparentes gustos, la vanidad y todo lo que puede ser motivo de ofender a Dios y de poner en riesgo la salvación propia o ajena; y manda el amor a la virtud, a la verdad y a la mortificación, persuade el sufrimiento en las injurias, en las adversidades y en los malos tratamientos; y enseña el tiempo y el modo del bien obrar en todo. Esta prudencia del espíritu es enemiga del amor propio, de la razón de estado y de los respetos humanos: lo es de la ficción, del doblez, y lo es de la hipocresía, de la falsedad en los tratos, y de todo lo que es opuesto a la razón y al temor santo de Dios. Esta prudencia ha de ser como la de la Serpiente esto es, que no reparemos en perder los bienes temporales, y aún la misma vida antes que perder la Fe, la Gracia de Dios, y todo lo que es Virtud. Temamos el carecer de ella, porque nos sucederá el ser reprobados como las vírgenes necias (San Mateo XXV, 12), pues sabemos por la fe: “que reprobará el Señor la prudencia de los prudentes según la carne” (I Corintios I, 19). Teme mucho el caer en esta prudencia mala y reprobada, llora lo que en lo pasado hayas delinquido, propónte la enmienda para en adelante: y tomando por modelo al bienaventurado San Fernando, ruégale que te alcance de Dios la Prudencia Santa y del espíritu que precisamente necesitas para salvarte.
  
ORACIÓN PARA EL DÍA SEXTO
Prudentísimo, discretísimo y sapientísimo abogado mío San Fernando, Ejemplar de prudencia cristiana y del mejor gobierno a los que son Príncipes, Reyes y Superiores en el mundo. Modelo perfectísimo de cuantos aspiran a la perfección de las virtudes. Maestro, guía y conductor práctico de los que temen a Dios, de los que le buscan y de los que desean agradarle. Por aquella heroica y celestial Prudencia con que os enriqueció el Todopoderoso, haciendo que con ella convirtieseis a los perdidos pecadores y a los más necios incrédulos a la prudencia y al arreglo de los justos; os suplico humildemente que intercediendo por mí ante el Señor, me alcanzáis de su divina Majestad la prudencia del espíritu, con que a imitación vuestra sepa anteponer lo eterno a lo temporal, a los gustos la mortificación, y el cuidado de mi salvación a los interesados de esta vida; en la que, además del especial favor que os pido en esta Novena, consiga permanecer y acabar en gracia, y después ver a Dios, y gozarle en la eterna Bienaventuranza. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA SÉPTIMO - 27 DE MAYO

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Acto de Contrición y Oración Inicial
     
CONSIDERACIÓN - LA PERFECTÍSIMA TEMPLANZA DEL GRAN REY SAN FERNANDO, Y CÓMO LE CONVIENE AL CRISTIANO EJERCITAR ESTA VIRTUD PARA CONSEGUIR EL CIELO.
  
PUNTO PRIMERO
Considera pues que el Santo Rey, aunque no tuvo las arriesgadas experiencias que el Rey de Jerusalén el Eclesiastés (Eclesiastés I, 12), desengañado empero con luz más superior de la vanidad de los engañosos gustos de esta vida, llegó a mirarlos con tal desprecio, que los aborrecía con todo su corazón. Nada le era más odioso que los deleites de la sensualidad, la alegría de los pasatiempos mundanos y las delicias de la carnal concupiscencia. Miraba con horror todo aquello que por ser deleitable da fomento a las pasiones, excita los apetitos y pone en desorden la razón. Huía de todo pasatiempo ocioso y vano, de toda profusión y exceso en sus gastos, y de toda inmoderación y demasía en el cuidado y trato de su persona, sabía moderar, y efectivamente moderaba sus sentidos corporales ordenando las respectivas acciones de cada uno por las prolijas y delicadas reglas de la modestia cristiana. Su trato, su conversación, su mesa, su vestido, su sueño, sus acciones y todos sus movimientos eran arreglados, y en nada descomedidos. Y lo que es más, sus pensamientos, y los ocultos sentimientos de su corazón cuidaba mucho de nivelarlos por el tenor de las más ajustadas leyes de la Templanza.
 
A todo esto y sobre todo ello añadía el castigo de su cuerpo, la maceración de su carne, y la constante mortificación de sus sentidos y de sus potencias. Aunque en todo tiempo le eran familiares la sobriedad y la abstinencia, frecuentaba no obstante los ayunos, pero de tal modo que nada les faltase para ser perfecto. No contento con huir de las delicias sensuales, añadía con frecuencia los cilicios, las disciplinas y los malos tratamientos de su cuerpo, para mantenerlo siempre sujeto a las leyes del espíritu. Y poco satisfecho de lo mucho que hacía para que su interior no se desordenase, dejándose apetitos, observaba cuidadoso sus inclinaciones, y las refrenaba con el mayor tesón cuando las advertía defectuosas. De aquí es que jamás llegó a engreírse su corazón con las muchas y señaladas victorias que consiguió de los Moros sus enemigos; que nunca se complació fuera de lo justo de haberlos vencido y subyugado; y que en ningún tiempo quiso, ni buscó para sí otra satisfacción, ni otro gusto, que el de cumplir la voluntad de Dios, y el de llenar sus grandes obligaciones. ¡Oh, y cuán parecido es San Fernando a aquel Rey de quien dijo Dios, que había encontrado a un varón a medida de su corazón, que daría cumplimiento a todas sus voluntades o designios! (Actas XIII, 22).
  
PUNTO SEGUNDO
Considera, oh cristiano, cuánto necesitas de esta virtud, y de evitar los vicios que se le oponen para poder salvarte. La Templanza nos enseña la moderación en el uso de las cosas gustosas o deleitables a los sentidos. Estos y muchos más nuestros apetitos se inclinan naturalmente a todo lo que es vicioso y prohibido; y si esto con la mortificación no se corrige, llegaremos a ser esclavos de nuestras desordenadas pasiones. Para que esto no suceda, somos obligados a valernos de la mortificación, tanto de la interior para domeñar el genio, vencer las pasiones y sujetar los apetitos, como la exterior de castigar la carne para refrenar sus movimientos, y no dar lugar a que prevalezca contra las santas y prudentes leyes del espíritu, a quien siempre debe estar subordinada. Si con este respecto no mortificamos con un cristiano denuedo la vista, el oído, el gusto, el tacto, y los demás sentidos, de forma que llevemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación de nuestro Señor Jesucristo, es indubitable que ponemos nuestra salvación en grande riesgo (I Corintios IX, 27).
  
Infiere de aquí cuán obligados estamos a ejercitar la modestia, la honestidad y la mansedumbre para evitar los excesos de la ira, las destemplanzas de la gula, y las demasías en el vestido, en la diversión, y aún en el sueño y el descanso. La destemplanza en la bebida conduce y lleva a la embriaguez, ésta a la horrible apostasía con que vilmente se aparta el alma de su Dios (Eclesiástico XIX, 2), y después a su perdición irreparable (Gálatas V, 21; I Corintios VI, 10). El traje profano, el vestido inmodesto, el adorno demasiado, el lujo en el tren, en la casa, en la persona y la adhesión inmoderada al juego, a los pasatiempos, y a todo lo que sea con algún peligro delicioso se opone a la templanza cristiana, y nos aparta del estrecho y único camino del Cielo, que nos ha enseñado nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién no temerá sabiendo que aquél es el “camino ancho y espacioso, que ciertamente lleva a la eterna perdición, y que son tantos los que por él caminan” (San Mateo VII, 13)? Toma ejemplo del Rey San Fernando, imítale en su modestia, mansedumbre y templanza, y no dudes que por este medio te harás digno de su protección importantísima.
  
ORACIÓN PARA EL DÍA SÉPTIMO
Amabilísimo, poderosísimo y modestísimo, honestísimo, y en todo templadísimo favorecedor mío San Fernando, Tesoro de santidad entre los escogidos: preciosa perla de la Santa Iglesia, y Astro brillantísimo de la Celestial Jerusalén. Extirpador de los vicios, restaurador de la virtud y propagador de la piedad, admirable en la mortificación de los sentidos y maravilloso en la moderación de los afectos del corazón, y prodigioso en la rectitud de vuestro proceder, sin declinar en él a los extremos que lo envician. Yo os suplico humildemente por la abundante gracia que os comunicó el Señor para que llegaseis a tan eminente perfección, y por la fidelidad con que le correspondisteis, que me alcancéis de su divina Majestad el saber aprovecharme de sus santas inspiraciones, el prepararme con tiempo para la muerte con la imitación de vuestras virtudes: el arreglar mi vida por las estrechas leyes de la Templanza; y además el especial favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, si conviniere para su mayor honra y gloria, y para la salvación eterna de mi alma. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA OCTAVO - 28 DE MAYO
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Acto de Contrición y Oración Inicial
 
CONSIDERACIÓN - LA HEROICA E INVICTA FORTALEZA DEL REY SAN FERNANDO, Y CUÁN NECESARIA ELLA NOS ES PARA SALVARNOS.
  
PUNTO PRIMERO
Considera cómo verdaderamente fue grande y muy heroica esta virtud en el Santo Rey, tanto en padecer constantemente y sin alteración todo lo que de adversidad y de trabajo se le ofreció en la debida prosecución de sus empresas, cuanto en la grandeza y constancia de ánimo con que emprendía los asuntos más arduos y las cosas más difíciles que eran de su obligación, y en todo conformes a las reglas de la equidad y de la recta razón. En los principios de su reinado en el Reino de Castilla, y después en el de León, tuvo que sufrir algunas contradicciones y gravísimos disgustos; pero tolerándolas con generosa resignación, las vio todas disipadas, y al Cielo empeñado a su favor. No es fácil reducir a compendio las grandes incomodidades, los malos ratos, los ingentísimos trabajos, las muchas y diferentes molestias, penalidades y quebrantos que padeció en la conquista de estos Reinos, y en sus continuas campañas contra los Moros. Excede a todo encarecimiento su paciencia, su igualdad de ánimo y la tranquilidad y dulzura de su espíritu en medio de todas ellas. Y faltan voces para manifestar adecuadamente la alegría, y el júbilo de su corazón en estos casos. Reputábase por muy dichoso en padecer aquello poco por el amor a su Dios, deseaba y se ofrecía a tolerar nuevos y mayores quebrantos si conviniesen, o fuesen necesarios para llevar hasta su fin la ardua empresa de exterminar si pudiese a los enemigos del Señor. Heroicidad muy parecida a la del Santo Rey David en iguales o semejantes circunstancias (Salmo XVII, 38).
  
Preparóle Dios en su Reinado el duro combate de una pelea fuerte, sangrienta y prolongada, ya con los extraños, y ya con los domésticos enemigos; pero superior a todo su magnánimo corazón no desistió de la empresa hasta verla concluida y vencidos sus contrarios (Sabiduría I, 12). Jamás hubo dificultad que le detuviese, peligro que le intimidase, ni obstáculo alguno por grande que pareciese, que lo retardase o lo hiciese desistir de su intento, cuando estaba seguro que éste era del agrado del Señor o cuando por el celo de su honor lo había emprendido. Todas sus conquistas, todas sus campañas, y aún todas sus funciones en ellas están llenas de heroicos actos de Fortaleza, de Prudencia, de Magnanimidad y de Constancia. Su vida toda es una sucesión casi no interrumpida de estas virtudes. Y sus victorias y gloriosísimos trofeos testifican que la virtud y la fe, en que tanto sobresalió a imitación de los héroes que refiere San Pablo: Gedeón, Barac, Sansón, David, Samuel y los Profetas, lo hizo como a ellos que venciese los Reinos, que evitase el golpe de la espada, y que fuerte en las batallas derrotase los ejércitos contrarios (Hebreos XII, 32 y ss). Pero sobresalió esta su heroica Fortaleza en la ardua empresa de su propia santificación, porque resuelto a continuarla hasta su última perfección, peleó contra sus pasiones hasta vencerlas: se dedicó con firmeza a la práctica de las virtudes, y auxiliado siempre de la gracia del Señor, consumó su carrera con la feliz final Perseverancia, a la cual está prometida la corona (San Mateo X, 12).
 
PUNTO SEGUNDO
Considera ahora, que para salvarte necesitas mucho de esta fortaleza, así para resistir y vencer las tentaciones de tus espirituales enemigos, como para superar las dificultades que se hallan para perseverar en la virtud. Es nuestra vida una tentación continuada (Job VII, 1): son muchos los enemigos que nos rodean; y sus asaltos son muchos, renqueantes y muy temibles. Nuestra fragilidad es grande, nuestra miseria mucha, y nuestra propensión al mal demasiada. Y si a esto se agregan los hábitos viciosos, la mala costumbre o el vivir según el mundo, y nuestras malas inclinaciones, la resistencia es ninguna, el peligro mucho mayor, indubitable y casi cierta la caída. Un cristiano que así vive y que esto hace, ¿cómo ha de lograr su salvación? No es posible, ni lo será mientras que armado de fortaleza no haga frente a sus enemigos, para resistir sus tentaciones y vencerlas. Para esto necesita de la mortificación, de la oración, de la fuga de las ocasiones, y de todos aquellos medios sin los cuales no es fácil dejar de ser vencidos. Y si esto en el discurso de la vida es necesario, cuánto más lo será en el trance formidable de la muerte, cuando el conato de nuestro común enemigo por perdernos es incomparable mayor, porque sabe que es ya poco el tiempo que tiene para inducirnos al mal? Piénsalo bien y teme como es justo.
   
¿Y quien no temerá, no pudiendo ignorar que es como la estopa nuestra natural fortaleza, y nuestras obras o pecados como la pavesa (Isaías I, 31)? Es muy ardua y superior en todo a nuestras humanas fuerzas la grande obra de nuestra precisa santificación, y de la necesaria perseverancia en ella para salvarnos. Una y otra nos exige el ser fieles a la gracia del soberano auxilio, el ser dóciles a las divinas inspiraciones, y el emplear el tiempo en aquel fin para que se nos concede. Si llamados a la penitencia siendo pecadores lo resistimos, o si inspirados para emprender una vida virtuosa lo rehusamos, aquello por horror a la mortificación, esto por nimia pusilanimidad y cobardía, ni gustaremos el bien de la virtud, ni gozaremos de sus frutos en la vida, en la muerte, ni en la eternidad. La vida será perversa, la muerte pésima, y desventurada la eternidad. ¡Ah! Cuán cierto es, que “los que se alejan de Dios con su impenitencia perecerán” (Salmo LXXII, 26). Aprende y toma el ejemplo de Fortaleza que te da San Fernando para empezar, seguir, y acabar una vida cristiana y arreglada, cual para salvarte la necesitas, y pídele que sea tu protector en esta empresa.
 
ORACIÓN PARA EL DÍA OCTAVO
Amabilísimo, poderosísimo, fortísimo, valerosísimo y pacientísimo consolador mío San Fernando, muro y columna de bronce de invencible fortaleza para defender la Santa Iglesia, su Religión y su Fe. Fortísimo y valeroso Gedeón en las campañas, Pacientísimo y sufrido Tobías en los trabajos, Constantísimo y perseverante Samuel en la práctica de la virtud y en la ejecución de la divina voluntad, con lo que os hicisteis formidable al Infierno, temible a los enemigos del Señor, y amable a los Ángeles y a los hombres. Yo os ruego humildemente, que me alancéis de Dios el vencer las tentaciones de todos mis enemigos así en la vida como en la muerte; que me conceda la final perseverancia, y en la hora de la cuenta no se acuerde de mis ingratitudes y pecados, ni ahora tampoco me impidan éstos para lograr el especial favor que por vuestra intercesión le pido en esta Novena, y por último que mi alma le vea, le goce y le alabe eternamente en el Cielo. Amén.
  
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.
  
DÍA NOVENO - 29 DE MAYO
Por la señal...
Acto de Contrición y Oración Inicial
     
CONSIDERACIÓN - LA PERFECTA JUSTICIA DEL REY SAN FERNANDO, Y SIN ESTA VIRTUD DE NINGÚN MODO PUEDES SALVARTE.
  
PUNTO PRIMERO
Considera cómo fue justísimo este Santo Rey no menos en la justicia con que gobernaba sus Estados, que en la conducta que observó con respecto a la práctica de las virtudes que para ser perfectamente justo le eran indispensables. Cuando había que nombrar y poner Jueces en los respectivos Pueblos y Tribunales de su Monarquía, cuidaba mucho como Moisés (Éxodo XVIII, 21) que fuesen sujetos señalados en el desinterés, en la integridad, en el temor a Dios y en el amor a la verdad. Sus Ministros cuidaba mucho que fuesen sabios, experimentados y virtuosos. Y tanto a los unos como a los otros les persuadía con no menos eficacia que el piadosísimo Rey Josafat a los suyos (II Paralipómenos XIX, 7), la administración fiel de la justicia y el celo por la observancia de la Ley Santa del Señor. Cuidaba mucho de que sus Vasallos viviesen con mutua paz y recíproca concordia, sin molestarse unos a otros, que se pagasen las deudas, que se perdonasen los agravios, que se castigasen los delincuentes, que no se desamparasen sus causas, que se diesen los empleos a los más dignos, que se premiase a los que lo merecían, que a todos se diese, y que a ninguno se le retardase lo que con razón pedía o fuese legítimamente suyo. Mas no solo mandaba y quería que así todos lo hiciesen, sino que él mismo lo observaba por sí, y lo cumplía siempre que había de administrar por sí propio la Justicia. Entonces era su rectitud no menos admirable, respetada y conocida en el Pueblo que la del Santo Job; pero acompañada siempre de la clemencia y de la misericordia, porque como Varón justo no podía vivir sin ella (Job XX).
  
De esta especie de Justicia fue siempre inseparable aquella otra con que debía santificarse a sí mismo. Nada omitió con respecto a un fin tan importante. Cuidó mucho de alejar de sí la injusticia de todo pecado grave, de la transgresion de la divina Ley, y de la inobservancia de los preceptos de la Santa Iglesia. Conservó en su alma la inocencia velando sobre sus pasiones, refrenando sus apetitos y alejándose de las ocasiones de mancharse con la culpa. Practicó todas las virtudes, observó todos los preceptos, y llenó perfectamente todas sus obligaciones de Rey, de casado, y de cristiano. Fue fidelísimo a la gracia, dócil a las divinas inspiraciones, y pronto en responder a los llamamientos del Señor. Dio a Dios el culto, el amor y la obediencia que le debía; fue liberal, recto, celoso y benéfico para con sus prójimos; y consigo severo, mortificado y en todo arregladísimo. Vivió como varón justo, siéndolo en obras, en palabras y en pensamientos. Murió con la muerte de los justos, consumando como ellos su carrera, llenando sus días con la perfección de las virtudes, y terminándolos felizmente con la final perseverancia. Y ya en el Cielo logra el refrigerio de los justos, que es la corona de justicia que tiene preparada el Señor para los que le sirven en santidad y justicia, los cortos espacios de la presente vida.
  
PUNTO SEGUNDO
Considera, cristiano, cuán necesaria te es esta virtud de la Justicia para poder salvarte. Acuérdate que esto le es imposible al soberbio, al codicioso, al vengativo, al perjuro, al lujurioso, al incrédulo, y a los demás viciosos que no dejan sus pecados (I Corintios VI, 9). Ten presente que no puede entrar en el Cielo el que se halla manchado con la culpa (Apocalipsis XXI, 27), si primero no se lava con la satisfacción y la penitencia. Y no te olvides que para alcanzar tu salvación, te es indispensable el haber de entrar por el camino angosto, y por la puerta estrecha de la mortificación, de la penitencia y de la vida santa que nos enseña nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio (San Mateo VII, 14). Justo es el que hace buenas obras y en estado de gracia (I Juan III, 7. Véase en Cornelio a Lápide, Sobre I Juan III, 7). Por esto te es necesario que ante todas cosas limpies tu conciencia de pecado, por medio de una buena confesión, y que después pongas tu mayor cuidado en conservarte justo por medio de la observancia de los divinos Mandamientos, de las obligaciones de cristiano, y de las que tienes por tu oficio y por tu estado. Mas aunque así lo hagas como se te manda, no por eso has de imaginarte ya justificado; aun con todo eso te has de reputar por siervo inútil en la presencia del Señor (Lucas XVII, 10), y aunque lleno siempre de una santa Esperanza, debes no obstante trabajar con temor y santo miedo por conseguir la espiritual y eterna salud de tu pobre alma (Filipenses II, 12). 
   
Precepto es y no consejo el que tenemos todos de buscar ante todas cosas el Reino de Dios, y la Justicia que a él nos conduce (San Mateo VI, 33). Por lo que siendo esta, o consistiendo en los medios precisos de la gracia de Dios, y de las virtudes con que nos justificamos (Cornelio a Lápide, Sobre Mateo VI), se ve cuánto nos interesa el tener hambre y sed de la justicia, o de vivir santamente para conseguir que se vean saciados nuestros deseos (San Mateo V, 6. Véase en Cornelio a Lápide). No mires a esta virtud como virtud sólo particular, entiende que además de esto consiste en el conjunto de todas las virtudes así Teologales, como Cardinales y Morales, y las demás que dicen orden a Dios, al prójimo, y a nosotros mismos. De todas se compone esta Justicia, que se nos exige para entrar en la patria de los Justos, y para lograr el refrigerio de su descanso. Trabaja con todas tus fuerzas por practicarlas con un corazón puro, recto y sano, y no superficialmente, o en la apariencia: porque es de fe que “si nuestra justicia o virtud no fuere mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entraremos en el Reino de los Cielos” (San Mateo V, 20). Toma y sigue el ejemplo de San Fernando así en esta como en las demás virtudes: sea este el fruto principal de esta Novena que hoy se acaba, y no dudes que de esta suerte harás benemérito de su protección.
   
ORACIÓN PARA EL DÍA NOVENO
Justificadísimo, observantísimo y santísimo protector mío San Fernando, cuya Justicia, santidad y perfección fue muy parecida a la de los Místicos Montes de Dios, que son los Santos Patriarcas, Apóstoles, y Profetas; Rey Santo cuyo solio sostenía la justicia y el juicio. Varón justo en obras, en palabras y en pensamientos, que seguisteis con firmeza la estrecha senda de la perfección cristiana, hasta llegar a su más eminente cumbre. Hermoso ejemplar de todas las virtudes, en las que florecisteis como Palma, disteis copioso fruto como la Oliva, y como místico Bálsamo, y fragrante Rosa habéis exhalado el suave olor de la santidad de nuestro Señor Jesucristo en toda su Santa Iglesia. Yo os suplico con todas las veras de mi corazón por la altísima perfeccion a que llegasteis en vida, y por la inexplicable gloria que ahora gozais, que me alcancéis de la Majestad de mi Dios el favor que por vuestra intercesión le he pedido en esta Novena, si fuere de su divino agrado; pero singularmente que os imite fielmente en todas las virtudes, viviendo en santidad y justicia todos los días de mi vida: y que muera yo con la preciosa muerte de los justos, auxiliado con la gracia de la final perseverancia, para que después de haber caminado de virtud en virtud; y logrado la bendición del Señor en el término de la vida, pase a ver al Dios de los Dioses en la Sion dichosa de la eterna Bienaventuranza. Amén.
   
Ahora se rezan los tres Padre nuestros, con Ave María y Gloria. Las demás oraciones se rezarán todos los días.

1 comentario:

  1. Viendo la vida de San Fernando, y la actual situacion, creo que la vida de este hombre creyente, servira como ejemplo para estos tiempos contemporaneos, su vida, su oracion y su ejemplo es actual y para todos los catolicos.

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